Para que un alumno alcance el máximo tope de goce al realizar cualquier actividad, (dentro o fuera del aula) debe contar con la disposición (negativa o positiva) de lo que su ser interno siente, piensa y comprende, así como conocer previamente el propósito educativo que requiere cada actividad propuesta por el docente, el alumno pasa por diversas etapas conforme su edad y contexto. Con ello, las ahora competencias (en este caso emocionales) vienen a comprometer al docente y por ende al alumno, a diagnosticar aquellas debilidades o fortalezas que ocupa dicho momento al dar encomiendas el docente, vistas como un quehacer en conjunto.
Entendemos a las competencias, como la capacidad de desarrollar con eficacia una actividad de trabajo movilizando los conocimientos, habilidades, destrezas y comprensión; necesarios para conseguir los objetivos (Valverde, 2001; 30).
La clasificación que le sigue a las competencias, son de dos tipos: las primeras identificadas como un comienzo interno del ser humano para poder responder acorde a su estado de ánimo y son las socio-personales; en ellas se encuentran emociones como la motivación, el autocontrol, paciencia, la autocrítica, capacidad para la solución de conflictos, etc.
Letradas como valores acompañadas de emociones, que hacen que el segundo bloque se fortalezca y genere ambientes aptos en cuanto a la participación activa de ambas partes. La segunda clasificación viene acompañada de técnico-profesionales, un espacio más extenso en que se incluye el dominio de los conocimientos básicos y especializados, el dominio de las tareas y destrezas requeridas, de igual forma el dominio de las técnicas necesarias acorde a la profesión correspondiente.
Líneas arriba se hablaba sobre la evolución de las edades, y como es que influyen en el contexto para saber responder a las necesidades y demandas planteadas en los diversos ambientes de aprendizaje, con ello este tipo de competencias apertura su gama de oportunidades y herramientas (así como instrumentos de evaluación) para responder a su adaptación psicológica, su bienestar emocional e, incluso, sus logros académicos y futuro laboral.
Uno de los instrumentos de medición de dichas emociones tradicional, ha sido el famoso test emocional o test psicológico, plasmando una serie de preguntas regularmente básicas: ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Por qué? ¿Para qué?; y que ahora el mundo educativo pide una serie de actualizaciones para poder comprender (quizá no de manera específica, porque robaría demasiado tiempo evaluar) globalmente el comportamiento de los alumnos al igual que su reacción, que ayude a determinar con una evaluación sencilla del cómo sería la mejora futura o el prototipo ideal (de una mejora en las competencias emocionales) para que no se repitan ya sean los tropiezos o que se mejore y perfeccione lo que son los hallazgos más sobresalientes de las tareas, dinámicas y sus resultados.
Evaluar la capacidad y expresión de emociones en forma precisa, mediante: la toma de fotografías de los participantes ante la petición de expresar fácilmente una emoción particular (Camras et al., 1993) o la solicitud a los participantes de realizar los dibujos de un rostro al experimentar una emoción en particular (Granato, Bruyer y Revillon, 1996).
Ambas propuestas fomentan la relajación y autonomía de cada uno de los individuos, expresarse ampliamente sin necesidad de presión, las emociones salen sin intención y responder preguntas hace tardía la contestación y la perdida automática del sentido o del porqué de la misma, que finalmente se interpretara contrariamente de lo que se quiere descubrir.
Las emociones dibujadas o fotografiadas, vienen en vanguardia; dejando la imaginación a flote.
Siempre se habla de las competencias emocionales del estudiante, pero me pregunto: ¿la de los docente?,sobre todo en esta época de crisis. Muchos docentes no las conocen por lo tanto no las aplica y eso en parte es el origen de los conflictos, indisciplinas en el aula, ocasionando generando un desgaste personal, estrés crónico, cansancio emocional, agotamiento, pudiendo llegar a derivar finalmente en el síndrome denominado del “profesor quemado” o “burnout”.